LA MUJER INDOMABLE
El 16 de Enero de 1969 fue y será siempre para mí un día
increíble. Han pasado más de cuarenta años y ningún 16 de enero ha quedado inadvertido.
Guardo un hondo y entrañable recuerdo y siempre vuelve a mi memoria como: el
día que se inauguró el cine.
Hay experiencias que son señeras e irrepetibles, que te marcan
para toda la vida. Ese día fui un espectador de excepción, único; que vivió los
acontecimientos, los de dentro y los de fuera, con una agitación desmesurada
por cuanto estaba sucediendo y con la ingenuidad de un niño tremendamente
emocionado por vivir y experimentar el sueño de hacer realidad aquello del
cine. Ese cine que esperaba fuese maravilloso, que acarrearía miles de
aventuras e historias fantásticas y divertidas. El cine del que todo el mundo
llevaba hablando mucho y con enorme ilusión durante los últimos meses; aunque a
mí, claro, me parecía que llevaba esperando toda mi vida; si bien el periodo
transcurrido entre la firma del contrato y la terminación de las obras fue en
un tiempo récord: siete meses. Aquel tiempo me pareció larguísimo.
Mi preocupación cuando pasé por el cine aquella mañana de la
reapertura, antes de ir al colegio, estaba puesta en un enorme cable con grandes
lámparas que cruzaba el patio de butacas de lado a lado y que dificultaban
enormemente la proyección de la película.
-¡Horror, no lo han quitado! – Dije para mí con enorme asombro.
La tarde del domingo, el 12 de enero, sólo unos días antes, se
había probado el proyector y el equipo en general con una película «La Fierecilla
Domada» (1956) de Antonio Román con Carmen Sevilla y Alberto Closas de
protagonistas; una película muy divertida que nos había prestado para la
ocasión la empresa Toledano, regentes del Cine Centro de la localidad vecina de
San Vicente de Alcántara; una familia muy amable que siempre estuvo dispuesta
para prestar su ayuda en cualquier necesidad o imprevisto que se nos presentase;
guardo un grato recuerdo del señor Pedro Toledano Pozo, de su hijo Juan
Toledano Vázquez y, también claro
está, de su colaborador más fiel y gran aficionado y amigo Teodoro Gordillo
Gómez.
Pues bien, el cable con unas luces que habían puesto para
iluminar durante las obras los trabajos de los obreros, aún seguía allí;
faltaban pocas horas para la reapertura y a nadie parecía preocuparle aquel odioso
cable que, por encontrarse en el medio, el haz de luz del proyector reflejaba
ineludiblemente su fea sombra en la pantalla y lo engordaba aún más, y, sobre
todo, las odiosas lámparas que parecían enormes y oscuras campanas. En fin, me
tuve que ir al colegio con gran desánimo por el dichoso cable sin que el hecho
de que, por otro lado, otros avatares más importantes como las butacas, las
cortinas, el telón y no sé cuantas cosas más que aún se encontraban pendientes
de rematar me preocupasen lo más mínimo. El cable era lo peor, y seguía allí.
A mi vuelta del colegio, algo que hice apresuradamente y de una
sola atacada, contemplé sin aliento y con estupefacción que nadie había quitado
el cable. Los operarios, que en gran número pululaban por allí, estaban cada
cual a lo suyo. Los más escandalosos eran los albañiles; que habiendo terminado
con la paleta se habían puesto ahora a realizar otros menesteres y se dedicaban
en ese momento a fijar con martillazos las filas de butacas; cosa que hacían
directamente al suelo de cemento por medio de unas enormes escarpias gruesas de
hierro de aproximadamente 12 centímetros. Es interesante, por otro lado, observar
la evolución de las cosas: lo fácil que se haría hoy día con unos apropiados
tacos y un taladro ¿verdad?, pues nada, entonces a golpes y martillazos. Al
igual que con las tapas traseras de los respaldos y asientos; un contrachapado
que fácilmente hoy se habría fijado con un taladro y unos simples tornillos,
entonces con clavos y a martillazos. Era curioso ver aquel número ingente de
personas dando trompazos por doquier,
estresadísimos, nerviosos y que por más que les preguntaba a unos y otros por
el cable sólo me decían:
-¡Pronto, pronto!- Pasando de mí.
Mi abuelo Juan (el hombre, seguía a lo suyo), se había tirado
toda la obra tratando de mantener limpias una de las pocas cosas que habían
sobrevivido de los enseres del viejo teatro: las columnas de hierro que
rodeaban el patio de butacas y soportaban el voladizo del piso superior. Aunque
aquella mañana parecía que ya nadie se divertía tanto. Estaban tensos. Durante la
obra, los obreros y yo, le ensuciábamos a conciencia las columnas y él no
dejaba de protestar una y otra vez preguntándose cómo era posible que se ensuciaran
tanto. Esto, que no deja de ser una gamberrada, nos divertía... (Le pido perdón
a mi abuelo Juan. Fue una gran persona, muy seria y no se merecía lo que le
hicimos pasar con nuestras bromas).
En mi casa, a la hora de comer, no había nadie. La comida me la
preparó nuestra vecina Felisa. Como estaba deseando irme nuevamente al cine: di
tres bocados y me fui. En el cine, los obreros y operarios no habían dejado de
trabajar, no habían parado para comer, cada cual marchó a su casa cuando le
pareció y volvió rápidamente al corte.
Como el personal estaba de lo más antipático y no me decían ni
me hacían ningún caso, más bien parecía que en todos sitios estorbaba, me senté
a observar en lo más alto, en las flamantes gradas del entresuelo.
Las gradas, situadas
a ambos lados del piso superior, unas escalinatas de cuatro peldaños con armazón
de hierro y asientos de maderas, diseñadas por el arquitecto y elaboradas
fielmente por “Pedro el herrero” (Pedro Rosado Vivas, el herrero local) y para
un aforo de 200 personas.
Allí me pasé gran parte de la tarde. Aquel sitio era el que yo
había elegido desde hacía muchos días para ver las películas cuando comenzase a
funcionar el cine. Y allí, cómodamente sentado, apoyando el mentón en los
brazos entrelazados sobre la baranda del entresuelo, observaba atentamente
cuanto acontecía a mí alrededor.
La primera planta ya estaba terminada. Descartadas las
afamadas plateas y el resto de variopintas localidades que ofrecía el local
para teatro, al ser ahora el cinematógrafo el entretenimiento dominante, la
primera planta se convirtió en un enorme salón con un sólo modelo de localidad:
las butacas.
La señora María y su hija, dos mujeres bajitas de procedencia
portuguesa, habían comenzado a fregar el patio de butacas; antes habían barrido
y limpiado delicadamente el polvo de los asientos. Las dos eran muy calladas,
no hablaban mucho. Durante los años que estuvieron dedicándose a la limpieza de
la sala siempre lo hicieron igual, con esmero y muy despacito, como si aquello
pudiese romperse o arañarse; algo que contrastaba con los mamporrazos que le habían dado un rato antes los albañiles. Por eso
me llamaba la atención esa delicadeza y la tranquilidad de aquellas dos mujeres
pasando los útiles de limpieza de fila en fila, de butaca en butaca, sin hacer
el menor ruido. Hasta el gorgoteo que producía el chorrito del agua cuando
escurrían la fregona se hacía con suma delicadeza.
Los albañiles y todos los demás estaban en el entresuelo, dando
más golpes: el electricista: el señor Eugenio Barca, que estaba ya retirado
pero su afición y su inquietud no lo dejaban parar nunca. El fontanero: el señor
Márquez, que fue hasta su cierre, el proyeccionista del cine. Y los carpinteros
de “la serradora”; nombre por el que todos conocíamos a la empresa
Martínez-Estéllez. Todos allí liados con las butacas de color verde; las del
patio de butacas eran de color rojo.
La sinfonía era espectacular. Los martillazos que le propinaban
a los clavos para fijar al suelo las butacas eran tremendos. Las del patio de
butacas se pincharon al suelo de cemento y su sonido fue intenso, grave y seco;
pero arriba no: arriba se fijaban sobre las tablas que formaban el piso de la
plataforma y los golpetazos eran atronadores.
La segunda planta ofrecía ahora dos modelos de localidades:
las gradas y las butacas. Para albergar las butacas se había realizado una
plataforma metálica con varias escalinatas recubiertas con un entarimado.
Sierras, serruchos y martillos competían por ser escuchados; formando
todo ello un concierto que, en manos de Wagner o Beethoven, hubiese servido
para el final atronador de cualquier obra, en este caso la del cine.
En medio de todo este alboroto, Roque, el carpintero, que
cortaba tablas enormes de aglomerado para los huecos de las escalinatas y los
laterales del entarimado con su afiladísimo y enorme serrucho, me propinó un
enorme susto al gritarme:
-¡Pero niño, deja de dar patadas!
Cierto era que, sin darme cuenta y motivado por los nervios que
tenía, mis pequeñas piernas no se estaban quietas y golpeaban sin cesar el
tablero de la baranda donde estaba apoyado haciendo con ello también
ruiditos... pero ¿tanto ruido hacía yo para darme ese berrido? Creo que tuvo
que ser mi cara de pasmo la que le contestó, puesto que de inmediato me volvió
a gritar:
-¡No estás viendo hombre como estás poniendo de manchado el tablero,
coño!
Y era cierto, el tablero que no llevaba ni veinticuatro horas
barnizado por Roque ya lo había estrenado yo: el roce de la goma de los zapatos
terminó por dibujar un enorme y horrible mapa.
La sinfonía sólo se detuvo una vez: cuando desde abajo, desde
el patio de butacas, una voz melodiosa y conocida por todos dijo:
-Buenas tardeeess ¿hay alguien aquíiiiii?
¡PuMMMMMMMMMM!
Un último martillazo asentó, cual mazo sentenciador, el
silencio más absoluto.
La voz melodiosa procedía de don Olegario, el cura. No sé si el
silencio aquel fue por el poderío que en aquellos tiempos disfrutaba la iglesia
o por la pregunta de “alguien aquí”; porque aquí era evidente que había muchos
“alguien”, la cuestión era saber a que “alguien” se dirigía.
Don Olegario Martín Notario era y lo fue hasta su muerte
en 1988 un personaje muy querido. Sacerdote elegante, simpático y bonachón con
una particularidad muy especial que, dependiendo del momento, se hacía apreciar
más o menos: Don Olegario cantaba. Era salmantino, nació en Vilvestre y durante
un tiempo, en su juventud, fue cantante tenor en la Catedral de Coria. En
Valencia de Alcántara tomó posesión como párroco el 5 de febrero de 1959. Desde
entonces no había acto –casi todos- que se requiriera de la intervención
religiosa que no estuviera él. Sus dotes interpretativas y “a cappella“
aportaban solemnidad al acto dándole mayor categoría.
Su entrada en el cine y el sonido reconocible de su armonioso
timbre de voz, frenó de inmediato el repiqueteante concierto y dejó a todos en
silencio. A Don Olegario, el silencio, parecía no importarle; como era la
primera vez que entraba se quedó allí quieto, boquiabierto, contemplando la
transformación del Teatro. Segundos después, el encargado, Juan Méndez
Marrollo, dirigiéndose a él le dijo:
-Don Tomás- era la primera vez que oía el nombre de mi padre
sonar de forma tan importante –no está. Ha ido a San Vicente en busca del
proyeccionista para que venga hoy a dar la película.
-¡Vaya por Dios hijo mío! ¡Claro que sí, claro que sí! El pobre
Manolo con tanta ilusión...
-¿Sabe usted cómo sigue Manolo, cómo está?- preguntó el
encargado.
-Mejor, mejor, hijo mío. Parece que lo peor ya ha pasado...
En ese instante recordé lo que pasó anoche, lo del señor
Manolo. Con la agitación propia de la proximidad de la reapertura y como todo
sucedió tan rápido, lo había olvidado por completo.
Anoche, como otras muchas antes de irme a la cama, acompañé un
ratito a la “Brigada Nocturna”. Tocaba terminar, en los polvorientos sótanos
del escenario, las obras del conducto que se utilizaría para la distribución
del aire forzado de la calefacción. La “Brigada Nocturna” era el nombre
afectuoso que le habíamos puesto, por trabajar de noche, a un grupo de
albañiles muy simpáticos y divertidos. La formaban un oficial de origen
portugués conocido con el apodo de “Paciencia” (pronunciado pasiensia), dos
peones y mi padre -que también trabajaba durante el día-. Estando entre
ladrillos, telarañas y con las manos sucias de yeso, una noticia sobresaltó a
los presentes: Manolo “El rosca”; proyeccionista de la nueva empresa, había
sufrido un infarto y se lo habían llevado rápidamente al hospital de Cáceres.
Aquella noticia hizo salir fulminantemente a mi padre de la obra y,
consiguientemente y sin más historias, a mí me mandaron a la cama. Por la
mañana, cuando me desperté pleno de ilusión por los acontecimientos tan
fantásticos que ese día se celebrarían
había arrinconado lo acontecido por la noche, lo del señor Manolo. Después, al
volver al cine y comprobar que el cable aún seguía allí, tan tranquilamente colgado
del techo, como siempre, como todos los días y, por otro lado, percibir la
aparente normalidad que mantenían todos los presentes, pues nada me hizo
recordar ni mucho menos sospechar la envergadura o el alcance que podría tener
aquel infortunado suceso.
No se había marchado aún don Olegario; que seguía allí largando
plácidamente, habla que te habla, sus vivencias y recordando cómo era antes
aquel Teatro, cuando llegó el señor Domingo Loro. Algunos operarios, ávidos por
terminar el trabajo y conocedores del corto tiempo que faltaba para que
comenzara a entrar público, reanudaron sutilmente el golpeteo sinfónico.
El señor Domingo venía sin aliento cargando con dos butacas
verdes recién tapizadas.
-¡Las últimas!- dijo él con gran satisfacción mientras las
colocaba suavemente sobre el entarimado. Tras inspeccionar y comprobar lo que
allí quedaba por hacer, resopló y comentó en voz baja dirigiéndose al
encargado:
-Yo me voy. Creo que abriré la taquilla, ¿no ha venido aún
Tomás?, hay una cola que...
La llegada del señor Domingo me animó. Con él siempre mantenía
conversaciones muy divertidas. Pasamos muy buenos ratos juntos. Por ello, su
venida, provocó en mí otras expectativas más gozosas y abandoné mi preciada
localidad de la grada para acompañarle y, al mismo tiempo, experimentar “la
taquilla desde dentro”; una de las muchas y nuevas sensaciones que a partir de
ahora, con la reapertura, el cine me deparaba.
El entresuelo, para entrar y salir, disponía de sendos
pasillos a ambos lados de la plataforma de butacas y que los comunicaban con el
vestíbulo por medio de puertas muy altas y plegables, de 2,6 metros por 1,20 de
ancho. Eran las mismas entradas que anteriormente, en el viejo Teatro, se
usaban para subir a la tercera planta, al “gallinero”. La gradería y la tercera
planta ya no existían, se había desmantelado. Los materiales con que estaba
construida y su mobiliario, casi todo de madera, los había vencido el tiempo o
el abandono. Por otro lado, lo que hasta entonces fue la gran puerta central al
anfiteatro, a las localidades de la segunda planta, también desapareció, ya no
se necesitaba. Tal maniobra permitió entonces que, tras su parapeto, se
instalase una nueva cabina de proyección con su amplia sala de montaje, archivo
y publicidad.
Domingo abandonó el entresuelo por la misma puerta que había entrado,
la de la derecha –siempre mirando desde la calle-, yo lo hice por la de la
izquierda, que era la que tenía más cerca y además, más próxima al lugar que nos
dirigíamos.
Al salir del entresuelo nos encontramos a la izquierda
la Cabina; al frente, y pasando un pequeño rellano, la escalera restaurada de
amplios peldaños de piedra mármol que nos conduce al vestíbulo y, a la derecha,
un local independiente del Teatro conocido como “El Tercio”.
En El Tercio, local propiedad del Casino y ahora
alquilado, se encontraba el popular y entrañable bar que regentaba Pepe Rubiales
y su mujer Esperanza: el «Café-Bar PEPE». Allí brindaban al público con el sano
humor que les caracterizaban y por tan sólo cinco pesetas una gran oferta:
«COPA CAFÉ PURO UN DURO»
Ingenioso lema su eslogan
y reclamo comercial. Aquella tarde el bar de Pepe estaba hasta los topes. Era
evidente que un gran número de los anhelosos asistentes al estreno del cine,
mitigaran su espera con algún que otro servicio de aquel singular establecimiento.
Pasé con mucha dificultad por los huecos, entre pantalones y
faldas apretujadas, que me permitía aquella algarabía de clientes que, agolpados
se reunían en el rellano y a lo largo de la escalera.
La taquilla se encontraba en un habitáculo que actualmente
se utilizaba también para oficinas y se ubicaba justo debajo del bar de Pepe;
un pequeño semisótano al que se accedía por el vestíbulo, bajando las escaleras
de mármol del bar, a la derecha. El semisótano era una habitación húmeda de 25
metros cuadrados con suelo de cemento, paredes con revestimiento de cal y techo
de bóveda de aljibe; tenía su entrada natural por el lado opuesto y se accedía
desde la calle, a su nivel, a través de un pequeño patio empleado en otros
tiempos para leñera. Circunstancialmente y por proximidad la entrada al lugar
se hacía ahora por la otra, la falsa, la del vestíbulo. Una entrada extraña y
dificultosa: había que atravesar, una vez abiertas de par en par dos pequeñas
puertas, un muro de un metro de ancho descendiendo a la par por unas pequeñas y
estrechas escalinatas de cemento con cantos de madera; algo así como si entráramos
en un colector o pasadizo subterráneo.
Después de abrir, entrar y volver a cerrar las dos pequeñas
puertas de la oficina, bajé las escalinatas y me senté expectante junto al señor
Melitón. El bullicio de fuera, nuevo para mí, me tenía sobresaltado. Y al señor
Melitón creo que también, también se sentía aturdido; y eso que el señor
Melitón (Melitón Bohórquez Carballo), había sido de joven guardia civil. Ahora,
ya retirado, cumplía con gusto en el cine el trabajo de conserje.
No hablamos nada, en silencio, sólo escuchábamos.
El ruido que engendraba aquella multitud era inquietante:
palabras cortadas e ininteligibles, risas, golpes y griterío, mucho
griterío. No sé si era el ambiente o el
efecto de estar hundidos allí, en aquel cerrado semisótano, pero sentía que
aquello nos terminaría aplastando y, peor aún, nadie se iba a dar cuenta. Por
otro lado, los que estaban en la calle tras la ventanita de madera de la
taquilla y aburridos de esperar en la cola, nos sobresaltaban cada vez que
alguno aporreaba el postigo...
-¿Y mi padre? ¿Dónde estará? ¿Por qué no está aquí?
–Pensaba, asustado por aquel cúmulo de
sensaciones.
¡Pum-pam-PUMMM!
Aquel ruido, producido al abrirse y golpearse contra el muro
las pequeñas puertas de la oficina, nos hizo saltar a los dos de nuestros asientos.
¡Por Dios, qué susto! al menos a mí; no sé si también al señor Melitón, que
siempre que entraba alguien se levantaba; pero, tan deprisa como aquel día,
nunca.
Las puertas como eran tan pequeñitas, 35 centímetros cada hoja
y de 1,70 de altura y, además, se abrían al vacío sin rozar en ningún sitio y
con un giro de tan sólo 90º, pues, con sólo empujarlas ligeramente enseguida
hacían su recorrido y chocaban contra el muro que, dependiendo de la intensidad
del empuje, así era su encontronazo.
Era el señor Domingo, el que nos dio el susto. Que, después de
atravesar y esquivar al público que se aglomeraba en el vestíbulo, llegó finalmente
a la oficina.
-¿Qué se sabe, qué se sabe de Manolo?- preguntó el señor
Melitón.
Presté interés. Presentía que lo que finalmente le había
ocurrido al señor Manolo era malo y que, por consiguiente, no iba a venir hoy.
-Mal, mal. El pobre...- dijo Domingo.
-¡Qué fatalidad, hombre, qué fatalidad!- exclamó con pesar el señor
Melitón.
No dije nada. Me quedé callado, pensativo. El señor Domingo
estaba muy raro, preocupado. Lo noté, ¡vamos que lo noté!: Él siempre, cada vez
que me veía, me saludaba diciendo alegremente: ¡Qué te cuentas, mindongo,!... pero esta vez no, creo que
ni siquiera advertía mi presencia. Sin más, abrió la taquilla y se dispuso a
vender las entradas.
El postigo de la taquilla estaba muy alto y para llegar
a él le habían prefabricado una plataforma de madera. Una silla, una mesita,
una lámpara flexo niquelada, un dispensador de monedas y una vieja esponjita
con agua para humedecerse los dedos y manejar mejor las entradas eran sus
aparejos. Y, para el cobro y las cuentas, una ingeniosa tabla con los precios
de las localidades ya debidamente calculados.
Ciertamente aquel sitio gozaba de tradición y era la taquilla
del Teatro de toda la vida, allí se habían vendido siempre las entradas de los
espectáculos. Lo que resultó evidente y a todas luces palpable era que aquella
taquilla no era cómoda para nadie. Ni para el público; que tenía y debería
hacer cola siempre en la calle a merced de las inclemencias del tiempo, ni para
el taquillero; que se las tenía que ingeniar para atender la demanda con enorme
paciencia y una titánica fuerza de voluntad. A los pocos días, justo lo que se
tardó en hacerla, el Teatro contó con una nueva taquilla; ahora ya, dentro del
vestíbulo, a la derecha de la entrada.
Cuando el señor Domingo abrió el postigo de la vieja taquilla,
el griterío aumentó considerablemente. Fue una invasión acústica.
La ventana, un hueco de 30 por 50 y un fondo o
profundidad de un metro -el grosor del muro-, trasladaba al interior del
habitáculo los ruidos de la calle. Nosotros oíamos y escuchábamos perfectamente
al cliente, al que iba a sacar la entrada, pero el cliente a nosotros no; el
gentío de su entorno no le permitía escuchar absolutamente nada de lo que le
decía el taquillero.
-Dime, ¿qué deseas?
-¿QUEEEEE?
-¿De dónde las quieres?
-DOS ENTRADAS
-¿De butaca, entresuelo o gradería?
-DOS ENTRADAS PARA AHORA
-¿De butaca, te las doy de butaca?
-¿CUÁNTO ES?
-¿De butaca, entresuelo o gradería?
-¿QUEEEEE?
-¿QUÉ SI DE BUTACAAA, entresuelo o gradería?
-SÍ, SÍ, CLARO, DE BUTACA. Dos, dos.
-Buenas ¿los niños pagan?
-¡Claro! No ven igual la película.
-EEEEH?
-Son entradas numeradas y si el niño ocupa una entrada pues
tiene que pagarla.
-DEME DOS Y UNA PARA EL NIÑO ¿CUÁNTO ÉS?
-¿De butaca, entresuelo o gradería?
-EEEEH... No te oigo bien. Dame dos y una gratis para el niño.
-Buenas tardes ¿quedan buenos sitios?
-Sí, hay. ¿De dónde las quiere, de butaca, entresuelo o
gradería?
-¿DE QUÉ FILA DICES?
Después de los primeros momentos, la profesionalidad de Domingo
Loro adquirida por los muchos años que llevaba ejerciendo de taquillero
taurino, se hizo notar y, poco a poco, fue ordenando aquella tensa situación.
Dejó a un lado las preguntas y se limitó simplemente a atender y comunicarse
con el “leguaje de las manos” con gestos. Y, para el importe, señalaba en la
tabla lo que deberían pagar por sus localidades.
-¡PuM-paM-PUUUUUUMMM!
Otra vez la puerta. Ahora era el señor Paco Bonifacio; entró
velozmente y bajando dos de las seis escalinatas, lo justo para ver lo que allí
había, preguntó exaltado:
-¿Y Tomás, y Tomás? ¿Dónde está Tomás?
Al señor Melitón y a mí, el trompazo
nos había vuelto a poner firmes, no nos dio tiempo a pronunciar palabra. El Señor
Bonifacio, tras realizar un examen visual y comprobar que allí no estaba mi
padre, voló dejándonos con la palabra en la boca y las puertas abiertas de par
en par. Eso nos permitió advertir que en el vestíbulo ocurría algo: por la posición
visual que nos permitía aquel lugar tan bajo pudimos observar que faldas y
pantalones se movían, reculaban y dejaban sitio; además, se oían aplausos ¿...?
Corrí afanoso para ver qué sucedía ¿sería mi padre? Era lo que
más deseaba en ese momento y aquellos aplausos me parecían apropiadísimos. Pero
no, no era mi padre, era don Olegario que acompañado de un monaguillo y seguido
por una comitiva de hombres entrajeaos,
se dirigían pomposamente por el pasillo que le abría la multitud hacia la
entrada del patio de butacas. De pronto, entre ellos, advertí una silueta que
me agradó enormemente: mi madre ¡qué bien! Salté y salí de aquel hoyo corriendo
hacía ella. ¡Por fin, alguien agradable! pensaba yo.
-¡Pero tú...! ¿dónde andas? ¿Dónde has estado metido todo el
día? – me gritó mi madre enfadada, muy enfadada.
-Uuuuuuuh- rumié. Aquello no era divertido, la situación no era
agradable, más bien hostil. Abandoné la comitiva, me quede quieto, ellos fueron
los que se alejaron y decidí observar lo que harían desde mi lugar preferido,
desde lo alto de la grada, en el entresuelo.
Ya no quedaban tantos operarios trabajando, sólo los
carpinteros. Casi todos los albañiles que trabajaban para mi padre se marcharon
a sus casas para prepararse y poder desempeñar seguidamente sus cometidos en el
cine: serían ellos mismos los que ocuparían los puestos propios de porteros,
acomodadores, etc. Por otro lado, cosas por terminar ya quedaban muy pocas:
algunas tapas traseras de butacas y no mucho más.
La comitiva marchó enfilada por el pasillo, por el centro de
las butacas. Sólo cuando don Olegario se paró, porque ya no había más pasillo y
porque además había llegado al final del local, sólo entonces se ramificaron
los invitados que le acompañaban por entre las filas de los asientos.
A la derecha, en el rellano que separa la primera fila del
escenario, se posicionó el sacerdote, mi madre y el señor Bonifacio.
SILENCIO
Algo que nadie dijo pero que se interpretó y ejecutó de forma
inminente desde el instante en que don Olegario, poniendo cara de cura y muy
serio, se dio la vuelta, orientándose hacía el público, levantó la vista y los
miró.
SILENCIO
Los operarios del entresuelo que me acompañaban dejaron también
de dar golpes. Abandonaron sus herramientas y se levantaron velozmente.
Algo va a ocurrir, pensaba yo.
SILENCIO
Don Olegario, con los brazos pegados al cuerpo y reposando,
sobre su proverbial barriga, las manos con sus dedos entrelazados, esperaba.
SILENCIO
Don Olegario no decía nada, persistía o deseaba más silencio;
como si ambicionara callar también la algarabía del vestíbulo.
SILENCIO
Los de butacas tosían bajito, como siempre se hace en estos
casos. Los del entresuelo permanecían firmes, con los brazos cruzados en la
espalda y espelucaos; se habían descubierto, quitándose las gorras
que casi todos llevaban y sus cabellos quedaron revueltos y despeinados.
SILENCIO
Don Olegario carraspeó y, después de unos minutos eternos,
cuando consideró que allí ya no se lograría más silencio, comenzó su acto
haciendo la señal de la cruz y diciendo al mismo tiempo:
-Estamos en la presencia del Señor, en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo.
-Amén – contestaron todos.
-Que nuestro Señor Jesucristo, nos conceda por su Espíritu, la
Gracia de compartir junto a Él la bendición de este Teatro.
-Amén.
-Queridos hermanos, dirijamos nuestra oración a Cristo, que
quiso nacer de la Virgen María y habitó entre nosotros, para que se digne entrar
en este Teatro y bendecirlo con su presencia. Cristo, el Señor, está aquí, en
medio de ustedes, fomente su caridad fraterna, participe en sus alegrías y los
consuele en las tristezas. Y ustedes, guiados por las enseñanzas y ejemplos de
Cristo, procuren, ante todo, que este Teatro que hoy bendecimos sea lugar de...
Después de la oración, realizada con su peculiar estilo, se
dispuso a realizar la bendición. Sus palabras, interpretadas bajo la cómplice
ayuda de la excepcional acústica del teatro, sonaron muy solemnes portentosas:
-Bendice Señor este local, Teatro Cine Luis Rivera y a los que
aquí trabajan, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Aquel instante, aquellas palabras dichas mientras rociaba
armoniosamente el escenario y las butacas con agua bendita, me impresionó. Continuó después con oraciones que él mismo
interpretó melodiosamente y finalizó hablando del Teatro, de su historia y del
esfuerzo que había realizado la nueva y joven empresa para poderlo abrir: mi
padre, mi madre y, por su puesto, Paco y su querido amigo Manolo; subrayando la
fatídica situación de éste último y pidiéndole a Dios por una rápida recuperación.
Un aplauso, un caluroso aplauso, remató las palabras de don Olegario. Yo estaba
emocionado, como otros muchos. A continuación, el señor Bonifacio, se dirigió a
todos los presentes: dio las gracias en nombre de la empresa y los invitó a
tomar un aperitivo en las dependencias del Casino, arriba, en el Salón de
Bailes.
Entrar en el Salón del Casino, enmoquetado oscuro de
tonalidades rojizas, me pareció volver a mi primera experiencia en el Teatro;
sólo que aquello no estaba tan deteriorado, claro. Algo rancio, eso sí, y de
una seriedad imponente: enormes espejos, grandes y altísimas ventanas, muchas escaleras,
lámparas fabulosas... todo muy antiguo.
En el Casino estaban preparadas varias mesas largas repletas de
aperitivos y bebidas. Nosotros nos inclinamos hacía los refrescos «Canada Dry»,
muy populares por entonces; el jamón y, sobre todo, las patatas fritas y las
aceitunas rellenas fueron nuestro principal objetivo. El servicio estaba
atendido por El Clavo: el Café Bar Restaurante que dirigían Víctor y Antonio,
sus dos propietarios; que instalaron y atendieron como siempre, con buen gusto
y cordialidad, aquel agasajo que la nueva empresa ofrecía a sus invitados y
que, curiosamente y como únicos representantes de la misma sólo estábamos
nosotros dos. El padre de Diego, una vez que acompañó a los invitados al
Casino, salió pitando; el cuadro organizativo en el cine debería ser todo un
espectáculo de malabares: no había proyeccionista, las butacas no estaban
acabadas, el taquillero se desgañitaba en el sótano, los porteros y los
acomodadores se habían marchado y, dando caña al asunto, un público
impacientísimo que lo tupía todo colaborando notablemente a potenciar el nerviosismo
general.
Cuando consideramos que ya teníamos suficiente, que ya no nos
apetecían más patatas ni aceitunas ni tampoco beber más Canada Dry, volvimos al
cine. Curiosamente me sorprendió que el bullicio del vestíbulo había
desaparecido, esperaba encontrarlo tal cual lo dejé, pero no fue así, ya habían
entrado. El cine estaba abarrotado, completamente lleno. Me dirigí a la grada,
a mi sitio, que, evidentemente y para sorpresa mía había desaparecido, me lo
habían quitado.
-Este es mi sitio- dije yo apuntando con un dedo a uno de los
chicos que allí estaban sentados. No me hicieron el menor caso, seguían a lo
suyo: nerviosos, jugando a darse empujones.
-Este es mi sitio, lo tenía cogido
-Pues no haberte marchado- dijo uno con tono irónico.
-He tenido que salir, pero ya lo tenía cogido.
-¡Sí hombre! Haber quedado una señal, algo.
Entonces, fue como una iluminación –la bombillita que se te
enciende encima de la cabeza-, acordándome de Roque y apuntando enérgicamente
al tablero que había manchado les dije:
-¡Mirad mis huellas! ¡Aquí tenéis la señal!
Los más próximos miraron aquel mapa y después de meditarlo con
asombro durante unos segundos, sin mediar palabra, se fueron apretujando más
aún y me dejaron mi sitio, apretado pero en mi sitio ¡hombre!
Seguía aún inquieto, con los nervios a flor de piel, por
aquella defensa justa de mi territorialidad cuando se apagaron las luces. Todo
se quedó a oscuras. El público irrumpió en un estruendoso aplauso al mismo tiempo
que gritaban:
-¡BIEEEEEEEEEEEEEEEEENNN!
De pronto, se ilumina la pantalla y aparece Raphael
-¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHH!
Hay que situarse en 1969 para entender y comprender mejor el alcance
y el efecto que tuvo en el público aquella impresionante imagen de Raphael.
Rafael Martos, un joven cantante nacido en Linares
(Jaén), llegaba de representar a España ( por segunda vez) en el Festival de Eurovisión;
se estaba convirtiendo en un ídolo mundial. Las únicas imágenes que de él se
tenían eran las que proporcionaban la prensa, revistas y los escasos aparatos
de televisión que entonces había y además en blanco y negro.
Ver a Raphael en la pantalla, en color, en Cinemascope
(pantalla grande, la película de realizó originalmente en formato 70 m/m) fue
para las chicas un efecto que les impresionó y, por consiguiente, muy difícil
de contener; además inesperado, porque lo que se esperaba era la película
anunciada. El pase del trailer, el avance de la película, «Al ponerse el Sol»
(1967) anunciada para el próximo domingo fue una gran sorpresa, el mejor regalo
que podría ofrecerse en ese momento a la joven clientela. Las chicas,
emocionadísimas todas y conocedoras de la letra, tarareaban el tema «Hablemos
del Amor» que supuestamente cantaba Raphael, porque allí a Raphael no se le oía
nada. Con el jubileo, los gritos de emoción y el canturreo general e
improvisado de la eurovisiva canción, era imposible oír nada.
Gritos, gritos y más gritos. Impresionante. El inicio del cine
aquella tarde fue verdaderamente impresionante, inolvidable; aunque lo malo
vendría después.
Cuando terminó el trailer nos dimos cuenta que se había
proyectado sin sonido. Por alguna razón técnica la proyección fue sin sonido,
aunque nadie se percató. El proyector, al finalizar el trailer y continuar con
las primeras imágenes de la película en absoluto silencio, se paró. Una parada
que en principio el publico agradeció, nadie protesto. Aquel descanso
accidental fue gratificante. Todos los que estábamos allí, los que se
desgañitaron por la sorpresa y monumental aparición de Raphael en la gran
pantalla y los que circunstancialmente nos vimos aplastados por el delirio de
sus fans, podríamos así recuperarnos y salir juntos del éxtasis.
Se reanudó la proyección... ¡sin sonido!
-¡EEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEHHHHH!
El respetable cambió las entusiastas AAA del delirio por las
EEE de la protesta.
Unas protestas lógicas puesto que aquello era una calamidad de
proyección. Las aventuras y batallas en la pantalla del obstinado Petruchio
tratando de domar a la temperamental Katharina se veían interrumpidas infinidad de veces por cortes. ¿Qué pasaba?
¿Quién estaba en la máquina? Yo no me atrevía a moverme por miedo a perder mi
sitio y aguanté la curiosidad hasta el final de la película. ¡Qué desastre! En
ocasiones, cuando más pataleaba la gente, me acordaba de Roque... ¡Anda que le
estarían poniendo todo bueno, con tanto pataleo!
El operador, un buen hombre, tuvo que sobrellevar aquella
experiencia malamente, la verdad, era: Luis Hernández Bueno, el operador del
Cine Centro de San Vicente de Alcántara que, sin conocer el nuevo equipo, se
prestó amablemente a solucionar el contratiempo presentado aquel día por la
desafortunada ausencia de nuestro proyeccionista, Manuel Carpintero. El segundo
pase se realizó con toda normalidad y, los que volvimos a verla disfrutamos
enormemente de la primera película: «La Mujer Indomable» (1967)
Mi padre, que se había ausentado y no estuvo presente en
ninguno de los actos celebrados aquella tarde por tratar de solucionar la
sustitución temporal del proyeccionista, ya estaba allí ¡por fin! y mi madre
también, muy contenta. Todos estaban muy alegres y satisfechos cuando se cerro
el cine, al finalizar las dos funciones. El pobre de mi abuelo Juan tuvo que
ser el que protagonizara la anécdota del día, esa que hizo reír a todos,
descargando con ello la tensión de las últimas horas. Fue espectador en las dos
funciones que se dieron de la película y como en su vida había visto poco cine,
dijo, interviniendo en los comentarios que unos y otros hacían sobre la película
del estreno:
-Está bien, pero hay que ver lo mucho que se parecen las dos
películas.
Aquello nos hizo reír a carcajadas.
El año 1969 se recordará siempre en España como el año en que
el general Franco nombró al Príncipe Juan Carlos su sucesor; en el mundo como
el año en que, entre otras cosas, el hombre pisó por primera vez la luna; pero
para mí, 1969 será siempre el año en que se inauguró El Cine.
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